El otro día en una conversación dije algo casualmente sin haberlo pensado demasiado. Mi generación de padres es una generación bisagra. Nuestros padres no negociaban con nosotros. Imponían lo que ellos creían que era mejor para nosotros. De forma más o menos autoritaria, la generación de nuestros padres no se esforzaba tanto en explicarnos el porqué de las decisiones que tomaban sobre nuestras vidas.
En cambio nosotros, al menos Marian y yo, estamos todo el tiempo negociando, explicando, convenciendo… Es un esfuerzo grande, que a veces hasta es desgastante, pero realmente creo que es lo mejor. Tengo mucha fe en el criterio que puedan desarrollar mis hijos.
Por supuesto que no siempre esto es en paz y armonía. De hecho desde que Alvarito tiene mayor autonomía e independencia, y con el carácter firme que tiene, la realidad es que hay días que la cosa se pone compleja.
Hay varios principios que tengo asumidos férreamente y no me corro de ellos por ningún motivo. Uno es éste que cuento: jamás impongo decisiones. Consensúo (o intento), pero nunca obligo a mis hijos a nada. Otro es (intentar) empatizar con ellos. Entender lo que sienten. Lo que les pasa. «Entiendo lo que te pasa, pero realmente es importante que…». «Comprendo que pueda no gustarte, pero deberías al menos probar…».
Somos seres humanos, desde ya. No estamos todo el día con el chip conectado. Se nos escapa. A veces sin darnos cuenta hacemos o decimos barbaridades. Pero me comprometo en esfuerzos gigantescos para que en lo posible me pase cada vez menos.
Hace un tiempo en un cumple de un amiguito Alvarito realmente quería algo que él estaba usando, y otro nene lo quería también. Hubo una escena compleja en la que mi nene realmente se puso inflexible y debo confesar que me sentí mal. Pero en el momento no es que me sentía mal por él. Debo reconocer que me afectaba la mirada del otro. Estábamos en una escena que no me gustaba por lo que mi hijo estaba haciendo, y no pude en el momento registrar lo que él necesitaba en ese momento. Me culpé mucho al respecto los días siguientes. Hice mucha introspección.
Estos días casualmente llegó a mí este post que me encantó. Habla sobre el daño que el narcisismo de los padres puede causar en sus hijos. Realmente recomiendo la lectura detenida porque, al menos a mí, me sirivió mucho para reflexionar sobre estas cosas. Se llama «The legacy of a narcissistic parent».
Muchas de las ideas fuerza que trabaja el post me marcaron. Una es esta de invisibilizar al niño por no registrar sus preferencias sino las propias. Cuántas veces queremos que se destaquen en deportes, que toquen instrumentos, que aprendan a contar precozmente, que escriban su nombre… Cuántas de nuestras inseguridades y complejos les pasamos a ellos para no hacernos cargo en nosotros mismos.
Cuántas de las veces en que los retamos en público es porque nos sentimos incómodos en la escena y no registramos lo que a ellos les pueda estar pasando.
Dice algo que me impresiona: el enojo se va. Siento que ya no voy a necesitar retar a mi niño. Porque el enojo es una reacción mía. Puedo pensar en qué señal me está queriendo enviar en ese momento con ese recurso en particular del que echó mano.
Quería compartir estas reflexiones porque dice algo realmente esperanzador: que el camino es amar a nuestros hijos por ellos, por lo que ellos son. Por su verdadero ser individual. Que darles aquello que a mí me pueda haber faltado no sólo puede hacerles bien a ellos, puede ayudarme a sanar.