En temas de embarazo y maternidad, trato de no fanatizarme con ninguna postura, porque una y otra vez la vida me ha mostrado que la realidad es la única que gobierna en el universo de las cosas posibles.
Así que nunca tuve un encono muy grande en contra de la cesárea ni de ninguna de las prácticas obstétricas que muchas mujeres odian o repudian. Una vez que encontré a mi obstetra de confianza, de excelente trayectoria y reconocimiento profesional, y con quien pudimos relacionarnos bien desde el comienzo de mi otro embarazo, él es el encargado de analizar la situación, sopesar los riesgos y tomar las decisiones. Mi decisión fue confiar en su criterio profesional.
Ya desde el comienzo de este segundo embarazo mi médico me había dicho que por diversos factores (adecuadamente explicados) yo no era una excelente candidata para PVDC, pero que iríamos viendo cómo se iban dando las cosas. Sé positivamente que mi médico tiene un buen historial de partos normales, y aún de PVDC, así que si él lo decía es porque estaba analizando lo mejor para mí y mi bebé.
Conforme se fue acercando la hora de la verdad, el médico ya me había ido avisando que no teníamos más margen de espera, y que además el segmento uterino no era del todo favorable a mi condición, además del resto de los factores, por lo que se diluían rápidamente las chances de ir a parto normal. Hasta que hace unas semanas directamente desaparecieron. Pero todavía me quedaba el beneficio de la espera para que el nacimiento pudiera desencadenarse sólo.
Y una vez más, eso también se diluyó. Le gané unos cuantos días en 3 momentos diferentes, hasta que en un momento llegó la orden concreta de comenzar a programar para x día.
Ese fue mi límite de paciente dócil y comprensiva. Ahí decidí que tenía que tomar las riendas. No soportaba la idea de tener que hacer un trámite para que mi niño llegara al mundo. No soportaba el concepto de que su carta natal carecería de sentido alguno. Mi seguridad obstétrica, el profesionalismo de mi médico, la organización familiar y laboral, el consultorio de mi marido, todos esos factores me importaban un cuerno. Quería que mi niño tuviera un proceso fisiológico para poder nacer, y no una llegada al mundo expeditiva y segura.
Y así fue que me encerré con él y mantuvimos una charla. Le aseguré que de una u otra manera todo iba a estar bien, pero que realmente iba a ser todo mucho más emotivo si él y yo lográbamos hacer una dupla efectiva y evitábamos que nos llegara la orden de desalojo. Que yo iba a hacer muchas cosas, que de él necesitaba solamente su acompañamiento y su decisión.
Esto que estoy contando puede sonar muy místico, pero juro que fue todo lo contrario: fue una de las actitudes más racionales que tuve en mi vida. Tenía que hacerme cargo del asunto, y necesitaba colaboración. Mi pequeño G seguro lo entendía.
Así que el domingo me levanté temprano, armé visita familiar al zoológico, que Alvarito disfrutó enormemente porque justo está en la etapa de comenzar a reconocer los distintos animales (ecologistas del mundo, asbtenerse. Sé lo que piensan pero no es este el espacio). Esto significó horas de caminar, caminar y caminar. Almorzamos en un lugar lindo, donde traté de comer lo mejor posible porque iba a necesitar pilas. Cuando volvimos a casa propuse ir caminando a la plaza que tenemos a 15 cuadras de casa, y eso hicimos. Ida y vuelta. Me comí un alfajor helado de chocolate. Luego fuimos al cumple de mi sobrina, donde aproveché para bailar con Alvarito a upa sus canciones preferidas. Me tomé un termo de mate durante todo el evento, y felices y contentos volvimos a casita.
Me relajé, y me fui a dormir. Sabía que había hecho todo lo posible por cambiar el curso de las cosas, así que si nada cambiaba nada me reprocharía. Pero las posibilidades de cambio me hacían feliz.
Y a la 1.30 me desperté con la certeza de que todo había comenzado. Que toda la preparación que habia tomado para el parto iba a ser mi mejor recurso para las próximas horas. Que ahora los resultados dependerían en enorme medida de mí y de mi empoderamiento. Ya no me importaba si al final del camino terminaba en cesárea, sabía que era muy riesgoso para mí estresar mucho el útero. Pero sabía que iba a poder transitar un camino fisiológico, que era lo que yo quería.
A las 4.30 las contracciones se hicieron más rítmicas y más regulares. Y seguí. Registrando, respirando, relajando y oxigenando. A las 8 ya la suerte estaba echada. Pero seguí. Alvarito todavía estaba en casa y no quería mostrarle una escena patética, así que como pude disimulé cada una de las contracciones de 1 minuto que me llegaban cada 3 minutos. Y cuando se fue Alvarito al colegio decidí que ya era hora de llamar a la partera. Avisarle. Sólo eso. Avisarle.
Y seguí. Registrando, respirando, oxigenando, relajando. Me citaron a las 10. Llegué al Sanatorio triunfal y divertida. Lamentablemente la dilatación no era suficiente, hubieran faltado 5 hs más de un trabajo de parto que mi útero no resistiría, así que me dejé conducir pacíficamente al quirófano. Cuando vi a mi médico le dije (literalmente) «A mis niños no les gusta que les impongan condiciones». Se mató de risa.
Así soy yo. Luciana en su máxima expresión. Me siento feliz y satisfecha.
El lunes 4 de noviembre, a las 10:55 AM, con 3,440 kg, en una de las mejores alianzas que va a haber formado por el resto de sus días, mi pequeño G llegó a este mundo para que Alvarito lo llene de besos y le diga cuánto se van a querer.