No tenía nada que decir, así que no decía nada. La vida misma estuvo transcurriendo estas semanas.
Hasta que un día de la semana pasada me invitaron a un almuerzo formal. No aceptar requería una muy buena razón, y la razón verdadera, no sé por qué, en ese contexto me dio vergüenza:
mibebétienealergiaalaproteínadelalechedevacaycomoestoyamamantandonopuedocomercualquiercosa.
Era un rollo. Fui. «Después veo», me dije. Sabiendo que después veo, un cazzo.
Y allí estaba el pequeño G cuando llegué a casa queriendo teta. Y, cerrando los ojos, rezando, y rogando para que no pase nada, le di. Y abrí los ojos, y seguí rezando, y no pasó nada. Ni en ese momento, ni al rato, ni a las horas, ni al día siguiente. No es que me haya comido un kilo de helado, claro está. Por supuesto que comí con cuidado. Pero nada. Cero molestia.
Los milagros suceden, pensé. Pero al rato pensé que quizás no era un milagro. Quizás lo que estaba pasando es que el chiquito había revertido el cuadro. El 87% de los cuadros de APLV revierten antes del segundo año de vida, así que con la poquísima exposición que tuvo G, por el diagnóstico temprano, no era descabellado ilusionarse.
Y entonces decidí que el fin de semana me iba a dedicar a «desafiarlo», como dice la jerga. Suave, despacito, fui probando desde el viernes. Y sigue sin pasar nada.
Estoy muy sugestionada porque me cuesta, con el estrés que este tema me genera, separar las molestias comunes de un bebé de 5 meses, pero la verdad es que no hay más ataques. Sigo sin comerme el kilo de helado, pero me ilusiono con que cuando dentro de un mes el pequeño G comience a incorporar alimentos vamos a estar un poco más tranquilos.
Con cuidado, pero no tan presionados.
Cuando compartí la noticia en FB alguien me dijo «Se lo merecen todos uds». Y sí.