En Semana Santa nos pasó algo que no nos había pasado hasta ahora (al menos no tan claramente): cambiamos súbitamente nuestra forma de pensar. Finalmente, de todos modos, la decisión fue mala.
Con Marian siempre intentamos consensuar de antemano las decisiones importantes, para que cuando llegue el caso no caigamos en posiciones encontradas. Pero nunca habíamos hablado del tema “andador”.
Para mí, siempre había sido un no rotundo. Siempre. Hasta que en Semana Santa sentí una especie de empatía (¿cabe la empatía entre mamá y su bebé?) porque veía a Alvarito literalmente encerrado en su cuerpo.
Quiere caminar, ya da varios pasos, pero de ninguna manera se sostiene (¡es muy chiquito!), así que todo el tiempo está pidiendo que lo paremos y lo hagamos caminar.
Así fue que surgió la idea del andador. Rápidamente como todo lo que hacemos, entre los dos decidimos en menos de una hora que había que comprar un andador. Así que nos fuimos a por él, con tan mala suerte que lo conseguimos.
Alvarito se copó bastante, aunque poquitos minutos. Se lo veía precioso en esos 3 minutos que recorrió todo el living de casa.
Y cuando le conté, chocha, a mi hermana, me puso el grito en el cielo. Estoy acostumbrada a que todo el mundo tenga conceptos y preconceptos sobre los does y dont’s de la crianza, pero en este caso mi hermana tiene opinión calificada porque es psicomotricista. Conclusión: devolvimos el andador y lo cambiamos por otra cosa.
Lo que me dejó marcada de esta anécdota, es algo de orden superior. Es cómo, con las mejores intenciones, y con un fuerte deseo de darle a mi bebé un ambiente estimulante y a la vez de contención, y aun cuando me considero una persona híper estructurada (quizás de más), se pueden tomar decisiones que a la larga puedan ser dañinas para el niño.
El tema del andador fue, si se quiere, chiquito y de rápida solución. Pero, ¿cuántas veces me va a pasar? Y, ¿cuán graves van a ser mis errores?
Apuntes de una rookie mom 