No soy cholula. Nunca lo fui. No leo revistas del corazón ni sigo a la farándula, ni veo programas de chimentos. No por nada, sólo porque no tengo tiempo de seguir estos temas.
Pero la verdad es que las tristísimas noticias sobre la muerte de Blanquita me devastaron. Calaron hondo en mis sentimientos más profundos, y recién ahora se puede decir que estoy superando la angustia.
Hace poco escribí cómo vivo el miedo a que a mí me pase algo desde que soy mamá, y todavía no encontraba la forma de expresar cómo enfrento los miedos y temores relacionados con la salud y la seguridad de mi bebé.
Lo que pasó me trajo todas esas sensaciones a flor de piel, pero de lo que más me di cuenta es del hecho de no poder siquiera imaginarme el terrible dolor que representa para un padre sobrevivir a su hijo. Los seres humanos, en tiempos modernos, no estamos formateados para semejante tragedia. Nos trasciende.
Antes tendía a creer que el ser humano se puede adaptar virtualmente a cualquier cosa, pero en estos días descubrí que no necesariamente. Personalmente creo que de la misma manera que desde que soy mamá tengo la omnipresencia de mi hijo de una forma que no alcanzo a describir con palabras, su “omniausencia” debe ser una punzada permanente en el centro del alma.
Confieso que, gracias a Dios, todavía nunca me tocó enfrentar ninguna tragedia existencial, más allá de las que son explicadas por el ciclo de la vida. Así que no sabría decir si tengo o no la capacidad de reponerme.
Investigando un poco, descubrí que hay una palabra que explica estas cosas y es la “Resiliencia”, que según la Real Academia Española es la “Capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”.
Quiera Dios que esos papás, y todos los papás del mundo que tienen que enfrentar la desaparición física (en todas sus formas) de sus niños, encuentren el camino hacia la resiliencia. No puedo imaginarme siquiera lo que hace falta, pero comparto con Uds este material de la American Psychological Association (clic acá).
Say no more.
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